El pasajero / Sergio A. Rodríguez Sosa
30 octubre 2009El joven abogado era el Representante a la Cámara del distrito que comprendía los pueblos de Guayama y Salinas. Su cargo le imponía asistir a cuanta actividad comunitaria u oficial se le ocurriera celebrar a sus representados.
En aquella época los legisladores eran funcionarios electos con carga de trabajo parcial, sin derecho a chofer ni automóvil. Así que el joven legislador recorría su distrito en su automóvil privado. Los únicos privilegios motivo de orgullo eran el título de Honorable y una tablilla especial que lo acreditaba como legislador, valiosa porque muchas veces lo libraba de los boletos de tránsito.
Aquellos recorridos por el distrito, asistiendo a reuniones y actividades terminaban muchas veces de madrugada. Antes de llegar a su hogar lo sorprendía la medianoche transitando por carreteras solitarias y oscuras como boca de lobo. Para no agobiarse con el ruido del motor escuchaba música en la radio.
Una noche salió de Guayama poco antes de las 12 de la madrugada. Transitaba la carretera estatal en dirección a Salinas. Era una noche de novilunio parcialmente nublada con amagos de tronadas. Poco antes de la curva de Puente Jobos, un anciano de cabellera blanca, delgado y de escasa estatura lo detuvo.
— Me podría llevar hasta la entrada de la Colonia Amoró, frente a Chunchín. Me cogío la noche — dijo con voz melancólica.
— Claro. Móntese en el asiento de atrás, porque llevó una pila de documentos regados por el piso del asiento delantero.—
Colocó el retrovisor de cierta manera que podía ver el rostro del pasajero invitado a subir al auto compacto y prosiguió la marcha dejando atrás las luces del barrio.
—- Soy su Representante a la Cámara. ¿Qué hace por ahí a estas horas?—
— Estaba en el velorio de una prima.—
Cerca de Cimarrona, una fuerte interferencia ahogo la música que se escuchaba en la radio. Trató de sintonizar otra emisora pero el ruido parecía cubrir todo el cuadrante. Su atención se centró en la radio mientras intentaba sintonizar música. De pronto, una poderosa brisa pasó como un celaje frente al automóvil. Sintió un frió que le helaba los huesos. La interferencia cesó y volvió a escucharse la emisora. Miró por el retrovisor con la intención de preguntarle al pasajero si sintió estremecerse el auto con la fuerte brisa. Sus propios ojos se reflejaron en el espejo, pero no había nadie sentado en el asiento trasero.
El miedo se apoderó de él. Comenzó a sudar profusamente. Aceleró la marcha y no paró hasta llegar al negocio de frituras de San Felipe, que por suerte permanecía abierto hasta el amanecer.
Aquella noche no se atrevió a continuar el viaje por la oscura carretera.
Dos días después, le contaron que el pasajero era el espíritu de un anciano que murió en un aparatoso accidente en la entrada de Cimarrona, luego de coger pon* en Puente Jobos.
©SRS
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